domingo, 31 de agosto de 2014

Delhi, demasiado real para ser verdad

Seguramente más de uno haya alzado una ceja y esbozado una sonrisita de incrédula displicencia al leer lo de “escolopendra budista” de la entrada anterior… Mucho me temo, queridos humanos, que tenéis un preocupante problema de ego. Desde que las religiones monoteístas (por cierto, un soberano aburrimiento) creadas por vosotros mismos, implantaron en vuestros cerebritos de primates la absurda idea de superioridad intelectual, moral y espiritual, al resto de los seres vivos que poblamos este maravilloso y terrible planeta nos ha tocado el papel de bestias esclavas de las pulsiones del instinto. Cierto que no nos andamos con rodeos a la hora de seguir los dictados de la biología… pero deberíais miraros a vosotros mismos, hace unos cuantos miles de años, o sea, antesdeayer, cuando en las cuevas devorabais a dentelladas carne cruda y  de postre copulabais despreocupadamente… No hace tanto que éramos iguales. Incluso ahora, queridos, debajo de las capas de buenas maneras y convenciones sociales, late vuestra bestia antigua, agazapada en vuestro rincón reptil del hipotálamo… Adelante, tragaros el orgullo y buscad en la Wikipedia, como he hecho yo.
            La espiritualidad no es vuestro patrimonio. Nadie mejor que nosotros comprende la magia de la vida, el misterio insondable de la existencia, la grandeza de formar parte del Sagrado Mecanismo. Cada uno de nosotros ocupa su sitio en el delicado tejido de la Telaraña Universal, y lo sabemos desde el momento que respiramos por primera vez... A vosotros, mucho me temo, os ha llevado cientos de años llegar a ello, y salvo honrosas excepciones, las religiones poco o nada han contribuido, muy por el contrario, os han separado de vuestra naturaleza primordial. Por eso estáis tan perdidos, pobres seres desvalidos, y no podéis esconderlo, porque os he visto, queridos, os he visto…
            El descubrimiento fue en ese gran hormiguero del que os hablaba llamado India. Hasta que no lo presencié con los ojos prestados de la humana jamás hubiera podido imaginarlo… Es decir, he visto multitudes afanándose en ciudades, pero no dejaban de ser la suma de individuos. Aquí era distinto… Guardaba un extraño parecido a un enjambre, a una comunidad de insectos que comparten una frenética y misteriosa tarea común: moverse sin parar, en ríos humanos, sin ningún orden ni concierto aparente. Las únicas que parecían saber dónde iban eran las apacibles vacas de ojos sabios, que transitaban con paso calmado ajenas al pitido incesante de los rikshaws, de los coches desvencijados, a los empujones de las personas que, una vez establecida su trayectoria, ninguna fuerza del universo era capaz de apartarlas de ella.
            Noté cómo la humana se mareaba un poco ante esta efervescencia de vida, y tengo que reconocer que yo también… Hasta los colores de los ropajes tenían un extraño poder intoxicante, tan intensos que las retinas parecían doler. La sensación que tuve, era que aquí era todo tan extremadamente real que parecía falso, no sé si me explico… Es como cuando ves el azul del cielo de un decorado. Tan perfecto, tan intenso, que no puede ser verdad.
            Lo que desde luego era verdad, sin embargo, era el olor. Incluso para mí, que no soy nada exquisita, a veces era demasiado… y eso que no le hago ascos a la carne podrida de vez en cuando. Mi madriguera, en la que paso largos períodos de tiempo huele a brisa primaveral comparada con las estrechas y sombrías callejuelas de las ciudades indias. Pero bueno, quién soy yo para criticar la  baja sensibilidad olfativa de estos humanos.
            Los primeros días en Delhi (ya me había enterado cómo se llamaba la ciudad), fueron vibrantes y extraños… Gente por todos lados, bullicio, cabras, vacas, niños mendigos de espectaculares ojos negros, vendedores de incienso, perros sarnosos excepcionalmente pacíficos, montañas de verduras artísticamente colocadas sobre una esterilla en el suelo, apresuradas comitivas funerarias llevando a hombros el cadáver envuelto en una sencilla tela, flores amarillas decorando cientos de altares dedicados a cientos de dioses….  Y todo este bombardeo incesante de estímulos de todo tipo, capaz de volver loco a más de un occidental, era lo considerado como normal. Gracias a mis  pasadas experiencias extracorpóreas me resultó sin duda más fácil encajar lo que estaba viviendo sin querer hacerme un ovillo y esconderme en la primera hendidura que encontrara.
 La grata sorpresa fue sin duda las habitaciones de los hoteles, por llamarlos de alguna manera,  que eran como un cinco estrellas superior para escolopendras.     Imaginaos: oscuras, húmedas, cálidas, sin iluminación apenas, con cientos de grietas y desconchones donde dormitar… Y lo mejor, un buffet permanente de las mejores cucarachas, moscas, arañas, hormigas y una variedad asombrosa de delicatessen exóticas con las que podría haberme deleitado todo el viaje si mi cuerpo real hubiera estado allí.  Obligar a la humana a comerse una crujiente cucaracha estaba, sin lugar a dudas, completamente fuera de mis posibilidades, aunque a veces la sorprendía mirando con demasiada atención  algún insecto especialmente apetecible…  En definitiva, deberían incluirlos en la guía Michelín para miriápodos. 

             Después del primer choque, cuando ya lo extraordinario pasó a ser  ordinario, empecé a enterarme de cosas interesantes y sorprendentes. Parece ser que  India es el destino  favorito de aquellos viajeros que buscan la experiencia espiritual de su vida… Es cierto que vi que muchos viajeros, la mayoría europeos y americanos, en resumen, los considerados como pertenecientes a la cultura occidental, tenían un denominador común: una mirada absolutamente fascinada con toques de enajenación.. No descubrí la causa hasta la siguiente parada… Varanasi o Benarés Y ahí es a dónde yo quería llegar,  pero lo dejamos para la próxima ocasión queridos…  ¿Podréis esperar ante mi siguiente despliegue de sabiduría … Creo que sí.