lunes, 20 de septiembre de 2010

La muerte de una gata

Como  buen artrópodo, de la familia de los miriápodos de toda la vida, presumo de carecer de esa sensiblería característica y estomagante de la mayoría de los humanos,  que de verdad hace rezumar el veneno de mis colmillos. No es que sea mala por naturaleza, es que si me dejara llevar por la compasión, la empatía o como quieran llamarse esos sentimientos filantrópicos que tan bien quedan en los discursos de la ONU, (y que por mi experiencia observadora están más huecos que las cabezas de muchos), me temo que acabaría más muerta que mi santa abuela, a quien no tuve el gusto de conocer ya que mi madre y tíos  la devoraron al nacer...Igual que yo hice con la mía. Las escolopendras son madres muy sacrificadas...Literalmente. Por ello, y no es por justificarme, no tengo reparos en devorar tiernos caracolitos recién nacidos ni emprender batallas  a muerte contra escorpiones y arañas para cenar o ser cenada. Soy una depredadora, la moral la dejo para otros con menos patas que yo, pero más mentirosos.

Todo este preámbulo viene a cuento porque, de vez en cuando, mi universo tan de película de Harry el Sucio (también soy cinéfila) se resquebraja por algunas de sus esquinas, y deja que algún buen sentimiento me pringue las antenas.

LLevo muchos años viviendo en esta casa, ideal para mí por sus plantas en el patio, su tejado  de vigas de madera y sus maravillosas humedades. Está habitada por humanos, claro, todo tiene un precio, pero ni ellos me molestan demasiado, porque no me han visto nunca, ni yo soy tan tonta como para hacerme notar. Quien si sabía de mi existencia era su gata, Morgana, que en alguna escapada el patio me localizó un par de veces gracias a sus bigotes y a punto estuvo de darme caza. Por supuesto que se habría llevado un buen mordisco ponzoñoso, pero poco hubiera tenido que hacer contra sus colmillos y garras afiladas. Morgana era mexicana, era lo único que se había traído su dueña de México tras vivir allí varios años. La encontró junto a su hermano, Merlín, comidos de pulgas y abandonados en un alcorque de un árbol raquítico en una ciudad del Norte de México. Merlín desapareció, o más bien le hizo desaparecer la patrona de la casa, una vieja amargada que vendía cerveza en una tiendita, y Morgana, finalmente, acabó en España. Lo que me hizo respetarla desde el primer día fué ver cómo cazaba. Era una gata atigrada, de tonos grises y  ojos verdes, de mirada noble pero también fría y sanguinaria cuando el instinto surgía, instigado por un pájaro, una langosta o una salamanquesa. Entonces sus dulces ronrroneos, sus blandos maullidos dejaban paso a su verdadera naturaleza, y nada se interponía entre ella y su presa. La observé varias veces, y no siempre tenía éxito, pero me fascinaba observar cómo su cuerpo se convertía en una maquinaria de resortes, en tensión hasta el último músculo, para, en un segundo, lanzarse con toda su fuerza en un ataque relámpago. Jugueteaba con la víctima, cruel e inocente a la vez, y a veces, llevaba el trofeo a su dueña, que lo recibía horrorizada y la llamaba asesina. Entonces Morgana, no entendiendo nada, se tumbaba al sol, meneando perezosamente la puntita de su cola, sólo la puntita negra, y, descansando después del subidón de adrenalina, reflexionaba sobre qué era lo que había hecho mal.  Sólo era un regalo, de gato, pero un regalo al fin y al cabo.  Pero también fuí testigo de su naturaleza noble y desinteresada. Allá donde iba su dueña, ella la seguía, como si fuera su sombra, o su nahual (su yo animal, así lo creían los mexicas, también me gusta la antropología). Si la humana se sentaba a leer, la gata se tumbaba en la mesa, observándola. Si pasaba las horas frente al ordenador, Morgana se hacía una bolita en su regazo...Y por supuesto estaba el momento de la cama, era su favorito, cuando se hacía hueco entre las sábanas y dormía pegadita a ella. Tengo que confesar que a veces sentía un odio enconado por la gata y  la humana. Me parecía una aberración que especies diferentes estuvieran tan íntimamente cercanas. Eso iba contra la ley de la naturaleza...Pero luego me daba cuenta que lo que sentía era una envidia abrasadora.  Pero todo esto terminó. Un día ví como la metían en su transportín y la sacaban de la casa. Cuando volvieron, el transportín estaba vacío. Los dos lloraban mucho, y yo no entendía nada. Entonces, ella empezó a repetir entre sollozos  "Morgana,no!!!  Morgana!!!" y ví que llevaba en la muñeca el collar con el cascabel. Y lo entendí todo. La cazadora había muerto. Ya era vieja, pero aún era capaz de escaparse por los tejados y volver loca a su dueña buscándola, pero estaba muy enferma, aunque no o demostraba.   Fué tan repentino que hasta a mí me afectó. Ahora las cenizas de Morgana están en una latita, enterrada en una maceta, donde crece un madroño. A veces me gusta enrroscarme en una rama y esperar allí que alguna jugosa araña se cruce por mi camino. Seguro que a Morgana la hubiera divertido verme. Descansa en paz, te lo has ganado, guerrera.

sábado, 11 de septiembre de 2010

Las vacaciones de una escolopendra

Es curiosa la vida de los humanos cuya casa comparto.  Son del tipo "no tengo hijos porque no quiero cambiar mi vida" pero canalizan su amor hacia animales peludos como gatos, conejos y hasta ratas, y sin embargo, seguro que si algún día me encontraran paseándome por el fregadero o el plato de la ducha correrían a rociarme  sin piedad con las letales armas químicas que guardan bajo la pila. !!Qué bipolares!!! Abominan de sus congéneres humanos y luego se les parte el corazón cuando fallece su mascota... Eso es lo que quería contar, que, aprovechando que estaban medio drogados por el dolor tras la muerte de su gata justo antes de marcharse de vacaciones,  me colé  rápidamente en uno de los  zapatos guardados en la maleta porque me corroía la curiosidad  sobre esas escapadas periódicas de la pareja, porque, que yo sepa, los humanos no tienen que hacer largas migraciones para desovar o mudarse a latitudes más templadas cuando arrecia el frío, teniendo cubiles tan confortables.  El caso es que, tras horas de incertidumbre, sintiéndome a ratos mareada por el vaivén, a ratos al borde de la congelación y aturdida por ruidos terroríficos, llegamos a un sitio que ellos llamaban París.  Cuando deshicieron las maletas me dirigí rápidamente hacia una grieta lo suficientemente grande como para esconderme que había en una esquina y allí, tranquilamente, planear mi aventura. No quiero extenderme demasiado, no contaré las aventuras que corrí por el metro parisino perseguida por una rata negra,  ni cómo me asomé a las  fauces de una gárgola de Notre-Dame o devoré un grillo con Bertrand, una escolopendra macho francesa, exquisitamente refinado y estiloso, en las orillas del Sena, ni como la Mona Lisa me dejó indiferente o Rodin me habría hecho llorar si tuviera lagrimales. Sólo quiero comentaros que creo que he encontrado el Valhalla de las escolopendras y está bajo el pavimento de París. El subsuelo de esta ciudad inabarcable  está recorrido  por una red de túneles que ellos llaman catacumbas, donde, parece ser, por problemas de salud pública, trasladaron los miles de huesos de varios cemeterios. Imaginaos cuando mis antenitas detectaron este inmenso parque de atracciones, este Versalles Artrópodo, y sólo para mí. No necesité saber más de la Ciudad de la Luz (qué pedantes se ponen estos simios cuando quieren) cuando tenía a mi disposición tanta tierra húmeda, tanta penumbra mohosa, y, sobre todo, tantos cráneos apilados por cuyas cuencas entrar y salir, fémures y costillas exclusivamente destinados a mi disfrute. Pero todo termina, y, aunque me hubiera quedado para siempre en ese reino de la muerte, volví, sólo para contarlo. Tengo un deber para con los de mi especie. Ellos deben saber que más allá de las tristes alcantarillas, de las tuberías herrumbrosas, existe un paraíso, una tierra prometida construída con los huesos de los humanos, el reino de las escolopendras, que debemos conquistar.  Sé que me he puesto muy épica, debe ser el Jet Lag...